El príncipe que más que azul era blancucho

“Todo llega”; ese asqueroso todo llega –qué rabia da ¿No?-. Y sí… Llega un día en que dejas de salir a buenos restaurantes y pedir ensalada por mantenerte en la actitud –casi- vigoréxica en la que llevas estancada seis años, un día en que te da igual como salir a la calle, un día en el que eliges con quién quieres compartir camino y con quién no, un día en que la ciudad en la que vives empieza a darte asco –y de verdad-. Un día en que no soportas en qué te has metido y con tanto empeño, un día en que todo llega.

Mi ritmo era alto, tal vez de una variedad de 5 sabores, cada uno con sus cualidades –más bien defectillos algo gordos-. Una combinación algo arrítmica acabó por estallarme en el paladar de una forma en la que llegué a creer que jamás degustaría algo, al menos, con ganas. En realidad yo nunca pude tener un novio, para mí no eran más que caramelos que borraban el rastro amargo de una soledad inducida. Han pasado tantos años y he perdido tanta agua por los ojos que a veces pienso que, de haber guardado mis lágrimas en recipientes, Tupper Ware me hubiese esponsorizado.

Unos cuantos hervores depués, y sin quererlo, apareció un príncipe, que más que azul era blancucho, más que esbelto era grandote y más que rubio era moreno. Era el príncipe dentista, el que siempre te deja la boca blanca por hipersalivación, el que te abre la boca a carcajada limpia con la observación más absurda que puedas imaginar, un juglar, un payaso, un caballero, un mentiroso, pero un tío de verdad… Con sus dos huevos y todo eso –tres, como diría mi padre, por el mero hecho de ser catalán-. Paganini, enamoradizo, protector, infantil, gracioso, guapo y sin embargo, con una oscuridad que –como no- le hacía misterioso. Había llegado, tarde tres días en darme cuenta, era él.



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